A mediados de la década de los cincuenta del siglo pasado, el escritor norteamericano Jack Kerouac fundó (o bautizó) el género hoy comúnmente denominado “road novel” (“novela de carretera”): sus archifamosos libros “En el camino” y “Big Sur” son acaso los ejemplos más conspicuos del género. Una “road novel” es siempre el relato de un viaje, específicamente un viaje iniciático, en el que se combinan las aventuras del viajero con su propio aprendizaje progresivo, a lo largo y a lo ancho de ese camino.
Enarbolada esta definición, podríamos decir que “Las aventuras de la China Iron” es (básicamente) una “road novel”: sólo que esta particular “road novel” tiene como escenario a la Argentina y sus acciones ocurren a fines del siglo XIX.
La novela narra el viaje y las peripecias de la China Iron y su perro Estreya con la inglesa Elizabeth y el gaucho Rosario, desde la “civilización” hacia la “barbarie”. El texto está estructurado en tres partes: llamativamente, los títulos de cada una de esas partes señalan topográficamente las diversas etapas de ese viaje.
La primera parte, “El desierto”, narra cómo la China Iron (abandonada por Martín Fierro, a quien se ha llevado la leva) deja sus dos hijos al cuidado de una pareja de viejos e inicia una travesía en carreta con una inglesa llamada Elizabeth, que ha llegado al país buscando a su marido y las tierras que él ha comprado.
“El fortín”, la segunda parte, cuenta la llegada del contingente a la estancia de José Hernández, sitio del todo disparatado donde el coronel escritor (entre otras locuras) ordena cada mañana hacer flexiones y recitar a coro versos telúricos a un centenar de jóvenes y viriles “hermanos gauchos”. Allí, la China Iron volverá a tener noticias de Fierro. Paréntesis: El fortín señala, paradigmáticamente, el límite preciso entre la civilización y la barbarie (que cada quien elija cuál terreno es cuál).
Finalmente, en “Tierra adentro”, la curiosa caravana llega a las tierras de Kaukalitrán, lugar de orden casi maravilloso: “El desierto -siempre había creído yo que era el país de los indios, de esos que entonces nos miraban sin ser vistos- era parecido a un paraíso”, dice la narradora. En ese final (epifánico, utópico) la China Iron se reencontrará con Fierro, con otro Fierro sustancialmente distinto del que ella conoció.
Ya desde el vamos, desde el título, “Las aventuras de la China Iron” alude (aunque aún vagamente) a otra obra literaria, otro texto narrativo. Apenas iniciada la novela, leemos: “Me llamo China, Josephine Star Iron y Tararira ahora. De entonces conservo sólo, y traducido, el Fierro, que ni siquiera era mío, y el Star, que elegí cuando elegí a Estreya”. Ya hay algo más que la simple alusión: hay un vislumbre, una intuición cercana a la certeza por parte del lector. Por eso, cuando una página más tarde, la narradora se refiere a “la bestia de Fierro, mi marido” y dice que “se llevaron a la bestia de Fierro como a todos los otros” no quedan dudas de que la novela está dialogando no solo con nosotros, los invisibles lectores, sino con esa otra gran obra de nuestra literatura, el “Martín Fierro”. Así, el título y estas alusiones iniciales nos están diciendo desde dónde y cómo puede/debe leerse la novela.
Ahora, las primeras consecuencias de esa postura. Sin ese dato, sin esa información precisa (la relación íntima entre la novela y el “Martín Fierro”) sería imposible apreciar la novela en todo su esplendor intertextual. Personalmente, me atrevo a arriesgar esta opinión: seguir avanzando en la lectura preso de esa ignorancia original sería una empresa del todo inútil. Sin haber leído, sin tener noticia siquiera del gaucho Martín Fierro, la lectura de “Las aventuras de la China Iron” presuponen una labor ardua, incómoda, la asistencia a una conversación que alude constantemente a un dato, a una referencia precisa que se ignora.
Pero, habiendo leído previamente ambos poemas narrativos, “El gaucho Martín Fierro” y “La vuelta de Martín Fierro”, la lectura de la novela se transforma en eso que el título anuncia sin ambages, una “aventura”, eso que un diccionario brutal define como “suceso extraño o poco frecuente que vive o presencia una persona, especialmente el que es emocionante, peligroso o entraña algún riesgo”.
Por momentos, “Las aventuras de la China Iron” bordea lo que el crítico ruso Mijaíl Bajtín llamó “realismo grotesco”, entendido como “el tipo específico de imágenes de la cultura cómica popular en todas sus manifestaciones”. ¿Cuáles son los signos característicos del estilo grotesco? Bajtín los enumera: la exageración, el hiperbolismo, la profusión y el exceso.
Todos estos signos los vemos desfilar constantemente en las páginas de “La China Iron”: desde esa carreta mágica y misteriosa, en la que “había un mundo (...), inagotable parecía” (que recuerda de algún modo al barco encallado de “Robinson Crusoe”, donde el héroe encuentra toda suerte de elementos necesarios e inesperados) hasta la estancia de José Hernández, sitio espeluznante donde también rige con mano de hierro Miss Daisy, una de las maestras gringas que trajo Sarmiento a la Argentina.
No es casual la mención del libro de Bajtín sobre la obra de Rabelais: tanto las escenas de las comidas y la orgía en la estancia de Hernández como los episodios de encuentros sexuales en tierras de Kaukalitrán son de carácter “gargantuesco” o “pantagruélico”. O mejor, en una palabra: “rabelaisiano”. Sigue diciendo Bajtín que, en oposición al grotesco romántico, “lo grotesco integrado a la cultura popular se aproxima al mundo humano, lo corporiza, lo reintegra por medio del cuerpo a la vida corporal”. Y agrega, lúcidamente: “En la base de las imágenes grotescas encontramos una concepción particular del todo corporal y de sus límites. Las fronteras entre el cuerpo y el mundo, y entre los diferentes cuerpos, están trazadas de manera muy diferente a la de las imágenes clásicas y naturalistas”. El aprendizaje de la China Iron, más allá de las nuevas costumbres, la nueva lengua y las nuevas ropas, debe pasar necesariamante por el cuerpo. Liz, la inglesa colorada y culta, la inicia (ante todo) corporalmente, sexualmente: la abre a un universo inexplorado, un maravilloso y nuevo mundo.
Otra lectura de fuerte filiación bajtiana: lo carnavalesco en el “realismo grotesco popular”. Bajtín señala que, en la obra de Rabelais, los episodios y figuras, las escenas de batallas, peleas, golpes y ridiculizaciones de hombres y de cosas están tratados/estilizados dentro del espíritu de la fiesta popular y el carnaval. Pero previene convenientemente que el “carnaval” no es un fenómeno simple y de sentido estricto: “Esta palabra unificaba en un mismo concepto un conjunto de regocijos de origen diverso y de distintas épocas, pero que poseían rasgos comunes”. Y concluye: “De este modo, el carnaval se convirtió en el depósito adonde iban a parar las formas que habían dejado de tener existencia”.
En relación a toda esta serie de imágenes paganas, del “realismo grotesco popular” y del culto del carnaval, dejo a los posibles lectores esta última semblanza: en “Las aventuras de la China Iron” hay una carreta (que bien puede oficiar de su derivado “carroza”); hay una reina con su cohorte, quienes deben viajar provistos de singulares disfraces; y hay también un desfile, un peregrinar hasta el espacio donde finalmente tendrá lugar la gran fiesta orgiástica, popular, carnavalesca.
En su “Comentario de textos narrativos: la novela”, el crítico español Darío Villanueva da esta definición de “Intertextualidad”: “El conjunto de relaciones que un texto literario puede mantener con otros”. El escritor y crítico francés Gérard Genette, en su obra “Palimpsestos”, amplía el concepto: “Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita (con comillas, con o sin referencia precisa); en una forma menos explícita y menos canónica, el plagio, que es una copia no declarada pero literal; la alusión, es decir, un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesariamante tal o cual de sus inflexiones, no perceptible de otro modo”.
Si estamos entonces de acuerdo en que, a priori, la “Intertextualidad” es “el conjunto de relaciones que un texto literario puede mantener con otros” y que algunas de sus formas son la cita explícita y la alusión implícita, entonces podemos convenir que “Las aventuras de la China Iron”, de Gabriela Cabezón Cámara es una de las grandes novelas intertextuales de los últimos tiempos. Desde el título y la génesis misma de la novela, la intertextualidad abraza “Las aventuras de la China Iron” (o viceversa). Momento epifánico de esa relación es la aparición del mismísimo José Hernández y de su identidad discutida de autor/plagiador de Martín Fierro. El libro navega a través de múltiples relaciones intertextuales, desde las menciones directas y explícitas de los libros “Frankenstein”, “Oliver Twist” y “Romeo y Julieta” (tres textos de autores ingleses), pasando por la Biblia (“Estábamos quietas como la mujer de Lot”) hasta el omnipresente Borges (la alusión a la “Historia del guerrero y la cautiva”, “que era feliz con su capitanejo ahí en Tierra adentro”).
Todo lo cual nos lleva a re-pensar, a re-leer el “Martín Fierro”. Personalmente, no estoy seguro de que el “Martín Fierro” sea el libro que más o mejor nos representa a los argentinos, ni que sea (como la llamó Leopoldo Lugones en “El payador”) “el poema épico nacional”. Pero estoy persuadido de que es nuestra gran obra intertextual. Ha engrendrado (ha permitido) obras de índoles tan dispares como la “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, de Ezequiel Martínez Estrada; los textos borgeanos “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, “El fin” y “El Martín Fierro”; “El Martín Fierro ordenado alfabéticamente”, de Pablo Katchadjian; y la extraordinaria novela de la que trata este artículo.
“Las aventuras de la China Iron” se mueve en un territorio complejo y peligroso: una obra enarbolada sobre las bases intertextuales explícitas de otro texto corre tal vez el riesgo de perder su propia identidad, de que el texto original se fagocite al texto nuevo. Pero, tal como el “Pierre Menard” de Borges, como “Yo era una niña de siete años” de César Aira (por citar un par de ejemplos ilustres), “La China Iron” supera todos estos aparentes escollos: Gabriela Cabezón Cámara los resuelve con solvencia, con elegancia y con brillantez.
Cabe recordar que fue Julia Kristeva quien en 1967, en el artículo “Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela” acuñó para siempre el término “intertextualidad”. Según la filósofa francesa de origen búlgaro, el significado de un texto no se transfiere de escritor a lector, sino que es mediado por una serie de códigos en el que intervienen otros textos. Personalmente, me permito agregar este humilde colofón: Navegar en este asumido mar intertextual precisa de una mano certera, que logre llevar a término una novela y que esa misma novela (al mismo tiempo) dialogue explícita e implícitamente, por medio de una serie de códigos, con otros textos y que (además, al final) nos conmueva a nosotros, lectores despiadados. Con talento y fortuna, “Las aventuras de la China Iron” lo logra.
Allí donde muchos escritores se ahogan, Gabriela Cabezón Cámara nada, salvaje y feliz.
Bajtín, Mijaíl. “La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais”. Madrid: Alianza Editorial, 1987.
Genette, Gérard. “Palimpsestos. La literatura en segundo grado”. Madrid: Taurus, 1989.
Kristeva, Julia. “Bajtin, la palabra, el diálogo y la novela”. En “Semiótica 1”. Madrid: Espiral / Fundamentos, pp. 187-225, 1978.
Villanueva, Darío. “Comentario de textos narrativos: la novela”. Madrid: Ediciones Júcar, 1993.